En los Estados Unidos regresa con fuerza la demanda de modelos tradicionales de biblioteca: lugares donde estudiar, trabajar en silencio y leer en papel.
Al igual que en estos últimos años el libro tradicional se ha sabido reivindicar frente a los formatos digitales cerrando la controversia a favor del papel, las bibliotecas públicas empiezan a descubrir que el mito de la innovación –esa palabra mágica que recorre el debate educativo– no responde exactamente a las necesidades básicas de los usuarios. Esta, al menos, es la tesis que defiende Alia Wong en el último número de la revista The Atlantic, donde se hace eco de las tendencias que se imponen en las bibliotecas universitarias de los Estados Unidos. Los estudiantes buscan básicamente espacios tranquilos donde poder estudiar, trabajar en equipo y consultar una buena bibliografía. Silencio y guía, por tanto; abundancia de libros y una relativa socialización.
Nada hace pensar que las bibliotecas públicas y escolares deban cumplir funciones muy distintas. Durante décadas, su identidad ha sido puesta en duda por los cambios culturales, por determinados discursos ideológicos y, sobre todo, por el impacto masivo de las nuevas tecnologías: de la televisión a internet y las redes sociales. Tanto las escuelas como las bibliotecas respondieron con angustia a esta nueva realidad: las ofertas de ocio se multiplicaban, la imagen parecía ganarle terreno a la palabra, el concepto de alfabetización se ensanchaba a unos lenguajes distintos que exigían también atención personalizada, la capacidad de concentrarse de muchos jóvenes caía en picado con el colapso de la lectura y la sobredosis de videojuegos. Como las escuelas, las bibliotecas estaban condenadas a reinventarse si no querían desaparecer víctimas de la modernidad. Y así empezaron a multiplicarse las iniciativas de cambio, algunas de ellas realmente interesantes. Se impulsaron clubes de lectura locales y se extendieron los programas de dinamización cultural, se instalaron redes wifi y puntos informáticos. Algunas bibliotecas coquetearon con el préstamo de obras de arte, telescopios, microscopios o incluso equipos de bricolaje. Otras invirtieron masivamente en la adecuación arquitectónica, incorporando ludotecas, cafeterías, áreas de trabajo cooperativo e impresoras en 3-D. Algunas se especializaron en géneros concretos –novela negra, por ejemplo, o literatura juvenil– y otras intensificaron su apuesta por las nuevas tecnologías.
Por supuesto, este impulso sirvió para reubicar socialmente a las bibliotecas ante la amenaza de obsolescencia. En España, un país sin especial tradición lectora y pobre en infraestructuras bibliotecarias, el efecto fue aún más importante, aunque aquellas todavía no hayan logrado alcanzar la legítima centralidad que les corresponde dentro del ecosistema cultural. Dicho de otro, un país sin lectores es un país que bordea la incultura, por muchas que sean las herramientas tecnológicas con las que se cuente. De ahí ese retorno a la tradición que sugiere el artículo de Alia Wong. Paradójicamente, las estadísticas prueban que los nativos digitales prefieren leer –y estudiar– en libros de papel en lugar de hacerlo en tablets o ebooks. Lo que más reclaman de una biblioteca son espacios adecuados, silencio, asesoramiento profesional y un buen fondo bibliográfico. Al contrario de lo que venden los voceros de la tecnología, nada hay más crucial que el servicio analógico de una biblioteca que difunde ideas, conocimiento y belleza. La lectura constituye la garantía más fiable del éxito académico y el principal nivelador de clases sociales en la escuela. La lectura fomenta la atención, estimula la inteligencia y protege de las enfermedades neurodegenerativas. La lectura abre un horizonte de posibilidades a un coste enormemente bajo. Proteger las bibliotecas, en definitiva, supone cuidarse a uno mismo, a nosotros mismos, del mejor modo posible.
Por:Daniel Capó
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