lunes, 29 de enero de 2018

El hombre derrotado por la tecnología


Pedro miró el reloj por vigésima vez. Ya casi eran las 9 de la noche y a estas horas debería estar sentado en su casa, relajado, y no en su despacho, delante de la odiosa pantalla del ordenador.

Y lo peor es que no sabía cuánto tiempo iba a necesitar para enviar de una vez el maldito documento a la Agencia Tributaria con la mucho más maldita firma digital que se escondía en algún recoveco del siempre odiado ordenador. Llevaba toda la tarde luchando con mensajes que no entendía, con textos de ayuda que parecían escritos por ingenieros de la NASA y con páginas Web que parecían reírse de él.

Se levantó a estirar las piernas y dio un paseo por su despacho. Había un desorden bastante evidente. No es que hubiera papeles por todas partes, es que había montañas de papeles por todas partes. Todas. En las mesas, en las estanterías, junto a la fotocopiadora, encima de algunas sillas. ¿Cómo había llegado a esta situación?

25 años atrás las cosas iban mucho mejor. Después de unos años aprendiendo en la gestoría de un amigo de su padre, se había decidido a montarse por su cuenta. Tenía varias clientes, una buena formación como licenciado en Derecho, experiencia gestionando los documentos de varias empresas de la ciudad… Era el momento de dar el paso adelante, y lo dio.

Unas oficinas modernas. Un par de ayudantes y una secretaria. Una fotocopiadora carísima, el último modelo, estanterías y archivadores preparados para recibir la documentación de los clientes y en su despacho 20 ó 30 tomos del Aranzadi. A la vista, detrás de su mesa. Casi apabullando a los clientes.
Al principio todo iba muy bien pero luego se sucedieron una serie de episodios desastrosos que le habían ido conducido a la situación actual: un negocio que apenas le dejaba un pequeño beneficio mensual y, lo peor, innumerables horas de trabajo y jornadas como la de hoy en las que en vez de abogado desearía ser ingeniero informático.

Parecía que la tecnología se había propuesto derrotarle. Y lo estaba consiguiendo.
¿Cómo fue la primera derrota? Sí, lo recordaba bien. Llevaba varios años trabajando y, después de un crecimiento espectacular notaba que empezaba a perder algunos clientes. Poco a poco pero de una forma continua. ¡Pero no sabía porqué! Hasta que uno de ellos, uno de los más antiguos, se lo dijo. “Pedro. Tienes que comprar ordenadores. No puede ser que cada vez que cambiamos un par de líneas en el contrato o simplemente una cantidad, tengas que volverlo a escribir a máquina. O peor aún, que la secretaria haga esas correcciones con el typex o lo que sea que utiliza para borrar los errores. ¡Estás anticuado!”

Eran los años 90 y los ordenadores empezaban a aparecer en todas las oficinas, menos en la suya. Había cambiado las máquinas de escribir por modelos “con memoria”, carísimos. La fotocopiadora era ahora un modelo “láser” que le costó un dineral. Pero hasta ese momento no había echado en falta los ordenadores. Habló con sus empleados y compró varios. En seguida notó el cambio. Realmente era espectacular. Pero se dio cuenta de que había llegado tarde. Los clientes no se impresionaron por las novedades. A nadie le sorprendía ver un ordenador en una oficina. Lo daban por sentado. Así que dejó de perder clientes, pero tampoco ganó ninguno.

Unos años más tarde tuvo otro tropiezo similar. Esta vez fue con la página Web. El no tenía. ¡Claro que no! ¿Para qué quiere una gestoría una página Web? Pero los clientes sí esperaban que la tuviera. Le preguntaban por ella con frecuencia, pero no le encontraba ninguna utilidad. Hasta que un día un amigo se sentó con él en el ordenador de su secretaria y le enseño las de la competencia. ¡Estaban todos los despachos importantes de su ciudad! Menos el suyo, claro. Rápidamente encargó una página sabiendo que, de nuevo, llegaba tarde.

Sacudiendo la cabeza al recordar el momento, volvió a la realidad y se sentó en el ordenador a intentar, de nuevo, enviar el documento. Tenía que hacerlo hoy para no agotar el plazo pero seguía sin encontrar la forma de firmarlo digitalmente. Ahora, 15 años después, le resultaba chocante pensar que antes trabajaba sin ordenador. ¡Sin internet!  Podía recordar perfectamente el momento en el que se rindió y decidió poner uno en su propio despacho. En su propia mesa, que nunca había tenido más que papeles encima.

Fue, como siempre, un cliente el que le hizo darse cuenta de que estaba anticuado. No era un cliente habitual. Estaba consultando una sentencia y se volvió a su estantería, a sus libros, para consultar una ley. Y el cliente le dijo, con un tono un tanto condescendiente. “No lo busques ahí. Está en el BOE de la semana pasada. Lo puedes ver por Internet, si tienes un ordenador.” Cuando se quedó solo llamó a un abogado joven que llevaba unos meses con él. En cuanto le dio la opción de hablarle con franqueza le dejó claro que estaba más que atrasado, de nuevo, en la consulta de leyes, normas y jurisprudencia. Solo un par de días después instaló “su” primer ordenador en su propia mesa.

Fue una etapa durísima. Asistió a cursos, pidió ayuda a amigos y familiares, pasó tardes enteras luchando con el ratón y el teclado. Consiguió manejar con cierta soltura el tratamiento de textos y aprendió a buscar en internet. En ocasiones fue casi humillante. Sobre todo sus primeros momentos con el teclado. Nunca había aprendido a escribir a máquina. El era abogado. Las máquinas de escribir no eran para él, pero ahora sabía que los ordenadores sí. Y durante el proceso se dio cuenta de que había llegado el último. Lo que él estaba empezando a hacer los demás llevaban años haciéndolo.
En esa época dio de alta su primera dirección de correo electrónico. Como siempre, llegó tarde. ¡Le gustaba el fax! Le parecía un sistema estupendo para enviar documentos. Siempre que le pedían su dirección de correo contestaba con su número de fax. Pero ahora le resultaba evidente que la imagen que daba a sus clientes era la de un dinosaurio. Obsoleto, lento, anclado al pasado.

Miró el reloj. Eran ya las 9:30 y había reiniciado el ordenador, de nuevo. No esperaba que se solucionase el problema pero poco más sabía hacer. Mientras arrancaba, miró a su alrededor. Había muchos papeles. Junto a la ventana había una montaña de no menos de medio metro. Directamente sobre el suelo. ¿Qué habría allí? Esos papeles llevaban años en ese sitio. No tenía la menor idea de qué eran, ni de qué cliente, ni nada de nada. Solo era una montaña de papeles anónima. Parte del paisaje.

Unos meses antes lo había visitado un comercial de una empresa de informática de la ciudad. Le había hablado de gestión documental y le llevó un escáner muy pequeño en el que digitalizó unos papeles en unos segundos. A los empleados les había gustado mucho, pero él no le prestó mucha atención. ¡La oficina sin papeles! Vaya tontería. ¿Cómo va a trabajar una gestoría sin contratos, sin escrituras, sin facturas en papel? Casi se había reído del muchacho, de la absurda idea de eliminar los papeles.

Pero ahora, mientras el ordenador le decía, una vez más, “…que no podía ejecutar no se qué plug in de no se qué navegador…” miró de nuevo a su alrededor y pensó: ¿será la gestión documental la última tecnología a la que voy a llegar tarde?


por: Fernando Moreno-Torres Camy (relato de ficción de verano)
https://gestiondocumentalparagentenormal.com/2014/09/04/el-hombre-derrotado-por-la-tecnologia/

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