Pedro miró el reloj por vigésima vez. Ya casi eran las 9 de la noche y
a estas horas debería estar sentado en su casa, relajado, y no en su
despacho, delante de la odiosa pantalla del ordenador.
Y lo peor es que no sabía cuánto tiempo iba a necesitar para enviar
de una vez el maldito documento a la Agencia Tributaria con la mucho más
maldita firma digital que se escondía en algún recoveco del siempre
odiado ordenador. Llevaba toda la tarde luchando con mensajes que no
entendía, con textos de ayuda que parecían escritos por ingenieros de la
NASA y con páginas Web que parecían reírse de él.
Se levantó a estirar las piernas y dio un paseo por su despacho.
Había un desorden bastante evidente. No es que hubiera papeles por todas
partes, es que había montañas de papeles por todas partes.
Todas. En las mesas, en las estanterías, junto a la fotocopiadora,
encima de algunas sillas. ¿Cómo había llegado a esta situación?
25 años atrás las cosas iban mucho mejor. Después de unos años
aprendiendo en la gestoría de un amigo de su padre, se había decidido a
montarse por su cuenta. Tenía varias clientes, una buena formación como
licenciado en Derecho, experiencia gestionando los documentos de varias
empresas de la ciudad… Era el momento de dar el paso adelante, y lo dio.
Unas oficinas modernas. Un par de ayudantes y una secretaria. Una
fotocopiadora carísima, el último modelo, estanterías y archivadores
preparados para recibir la documentación de los clientes y en su
despacho 20 ó 30 tomos del Aranzadi. A la vista, detrás de su mesa. Casi
apabullando a los clientes.
Al principio todo iba muy bien pero luego se sucedieron una serie de
episodios desastrosos que le habían ido conducido a la situación actual:
un negocio que apenas le dejaba un pequeño beneficio mensual y, lo
peor, innumerables horas de trabajo y jornadas como la de hoy en las que
en vez de abogado desearía ser ingeniero informático.
Parecía que la tecnología se había propuesto derrotarle. Y lo estaba consiguiendo.
¿Cómo fue la primera derrota? Sí, lo recordaba bien. Llevaba varios
años trabajando y, después de un crecimiento espectacular notaba que
empezaba a perder algunos clientes. Poco a poco pero de una forma
continua. ¡Pero no sabía porqué! Hasta que uno de ellos, uno de los más
antiguos, se lo dijo. “Pedro. Tienes que comprar ordenadores. No
puede ser que cada vez que cambiamos un par de líneas en el contrato o
simplemente una cantidad, tengas que volverlo a escribir a máquina. O
peor aún, que la secretaria haga esas correcciones con el typex o lo que
sea que utiliza para borrar los errores. ¡Estás anticuado!”
Eran los años 90 y los ordenadores empezaban a aparecer en todas las
oficinas, menos en la suya. Había cambiado las máquinas de escribir por
modelos “con memoria”, carísimos. La fotocopiadora era ahora un modelo
“láser” que le costó un dineral. Pero hasta ese momento no había echado
en falta los ordenadores. Habló con sus empleados y compró varios. En
seguida notó el cambio. Realmente era espectacular. Pero se dio cuenta
de que había llegado tarde. Los clientes no se impresionaron por las
novedades. A nadie le sorprendía ver un ordenador en una oficina. Lo
daban por sentado. Así que dejó de perder clientes, pero tampoco ganó
ninguno.
Unos años más tarde tuvo otro tropiezo similar. Esta vez fue con la
página Web. El no tenía. ¡Claro que no! ¿Para qué quiere una gestoría
una página Web? Pero los clientes sí esperaban que la tuviera. Le
preguntaban por ella con frecuencia, pero no le encontraba ninguna
utilidad. Hasta que un día un amigo se sentó con él en el ordenador de
su secretaria y le enseño las de la competencia. ¡Estaban todos los
despachos importantes de su ciudad! Menos el suyo, claro. Rápidamente
encargó una página sabiendo que, de nuevo, llegaba tarde.
Sacudiendo la cabeza al recordar el momento, volvió a la realidad y
se sentó en el ordenador a intentar, de nuevo, enviar el documento.
Tenía que hacerlo hoy para no agotar el plazo pero seguía sin encontrar
la forma de firmarlo digitalmente. Ahora, 15 años después, le resultaba
chocante pensar que antes trabajaba sin ordenador. ¡Sin internet! Podía
recordar perfectamente el momento en el que se rindió y decidió poner
uno en su propio despacho. En su propia mesa, que nunca había tenido más
que papeles encima.
Fue, como siempre, un cliente el que le hizo darse cuenta de que
estaba anticuado. No era un cliente habitual. Estaba consultando una
sentencia y se volvió a su estantería, a sus libros, para consultar una
ley. Y el cliente le dijo, con un tono un tanto condescendiente. “No lo busques ahí. Está en el BOE de la semana pasada. Lo puedes ver por Internet, si tienes un ordenador.”
Cuando se quedó solo llamó a un abogado joven que llevaba unos
meses con él. En cuanto le dio la opción de hablarle con franqueza le
dejó claro que estaba más que atrasado, de nuevo, en la consulta de
leyes, normas y jurisprudencia. Solo un par de días después instaló “su”
primer ordenador en su propia mesa.
Fue una etapa durísima. Asistió a cursos, pidió ayuda a amigos y
familiares, pasó tardes enteras luchando con el ratón y el teclado.
Consiguió manejar con cierta soltura el tratamiento de textos y aprendió
a buscar en internet. En ocasiones fue casi humillante. Sobre todo sus
primeros momentos con el teclado. Nunca había aprendido a escribir a
máquina. El era abogado. Las máquinas de escribir no eran para él, pero
ahora sabía que los ordenadores sí. Y durante el proceso se dio cuenta
de que había llegado el último. Lo que él estaba empezando a hacer los
demás llevaban años haciéndolo.
En esa época dio de alta su primera dirección de correo electrónico.
Como siempre, llegó tarde. ¡Le gustaba el fax! Le parecía un sistema
estupendo para enviar documentos. Siempre que le pedían su dirección de
correo contestaba con su número de fax. Pero ahora le resultaba evidente
que la imagen que daba a sus clientes era la de un dinosaurio.
Obsoleto, lento, anclado al pasado.
Miró el reloj. Eran ya las 9:30 y había reiniciado el ordenador, de
nuevo. No esperaba que se solucionase el problema pero poco más sabía
hacer. Mientras arrancaba, miró a su alrededor. Había muchos papeles.
Junto a la ventana había una montaña de no menos de medio metro.
Directamente sobre el suelo. ¿Qué habría allí? Esos papeles llevaban
años en ese sitio. No tenía la menor idea de qué eran, ni de qué
cliente, ni nada de nada. Solo era una montaña de papeles anónima. Parte
del paisaje.
Unos meses antes lo había visitado un comercial de una empresa de informática de la ciudad. Le había hablado de gestión documental
y le llevó un escáner muy pequeño en el que digitalizó unos papeles en
unos segundos. A los empleados les había gustado mucho, pero él no le
prestó mucha atención. ¡La oficina sin papeles! Vaya tontería. ¿Cómo va a
trabajar una gestoría sin contratos, sin escrituras, sin facturas en
papel? Casi se había reído del muchacho, de la absurda idea de eliminar
los papeles.
Pero ahora, mientras el ordenador le decía, una vez más, “…que no podía ejecutar no se qué plug in de no se qué navegador…” miró de nuevo a su alrededor y pensó: ¿será la gestión documental la última tecnología a la que voy a llegar tarde?
https://gestiondocumentalparagentenormal.com/2014/09/04/el-hombre-derrotado-por-la-tecnologia/
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