Un edificio de arquitectura tradicional situado en el Templo de Haeinsa y rodeado del entorno natural del Parque Natural Gayasa conserva una colección de tablas de madera que se consideran como uno de los principales tesoros budistas del mundo. Junto a la experiencia de residir en un templo, un recorrido por la antigua y valiosa biblioteca.
La primavera en Oriente es uno de los más bellos momentos del año. Un auténtico renacimiento de la vida después de los rigores del invierno, que cubre de flores las laderas montañosas y los cuidados jardines. Si son famosos los cerezos sakura de Japón, no deberían serlo menos las glicinas coreanas, que forman túneles y mantos de color lila como los que se ven desde la parte alta del tempo Haeinsa, en el sur de Corea del Sur. El templo integra las Tres Joyas budistas del país y está rodeado por los senderos del Parque Nacional delimitado por las montañas de Gayasan, entre cascadas, bosques y arroyos. Muchos viajeros llegan hasta aquí con un propósito especial: sumarse a los programas de Temple Stay, o estadía en templos, que se organizan en 16 establecimientos religiosos de todo el territorio coreano. En las antípodas de la moderna y vanguardista Seúl, vivir en un templo implica una experiencia de retiro, meditación y práctica ad infinitum de la posición del loto. Reverencias a Buda, horarios de plegaria nocturna y silencio sumergidos en un eterno presente. Pero además de la curiosidad occidental por vivir el budismo de primera mano, Haeinsa es el custodio de uno de los mayores tesoros de Corea, la Tripitaka Coreana, una impresionante biblioteca cuya historia es en sí misma la de un libro de aventuras.
UN TESTIMONIO MILENARIO Borges se imaginaba el paraíso bajo la especie de una biblioteca. La Tripitaka Coreana bien podría haberlo sido. Esta colección de textos budistas, que fueron reunidos y grabados en 87.000 tablas de madera, está organizada en más de 6500 volúmenes y unos 1500 títulos, que contabilizan la cifra asombrosa de 52 millones de caracteres chinos. Todo recién llegado que vislumbra por primera vez las tablas cuidadosamente dispuestas en los estantes de la biblioteca, ordenados a su vez en largos y silenciosos pasillos custodiados por los monjes de Haeinsa, comprende sin lugar a dudas el peso de la historia y de la memoria que encierran estas tablas, aunque le esté vedado absolutamente descifrar el misterio de su escritura.
El archivo de tablas, o Janggyeong Panjeon, fue construido expresamente para ganar el desafío de la conservación de la Tripitaka Coreana, que suma más de 800 años de historia: grabadas entre 1237 y 1249, siguen intactas al punto que en la actualidad podrían volver a utilizarse para la impresión de los libros sagrados del budismo. Se levanta en la mitad del monte Gayasan, que llega a los 1430 metros, mirando hacia el sudoeste: de este modo, cuando el aire del valle llega hasta la biblioteca, pierde parte de su humedad y ayuda a mantener las condiciones ideales para el mantenimiento de las tablas y su ventilación. Los volúmenes de madera habían sido conservados hasta el año 1381 en la isla Ganghwa, hasta que fueron trasladados al templo para preservarlos, sobre todo, de las amenazas externas: en particular la invasión japonesa del siglo XVI y la Guerra de Corea que estalló en 1950 y puso a la biblioteca al borde de la destrucción. Cuando el ejército norcoreano quiso retirarse hacia el norte y fue bloqueado por la Incheon Landing Operation en 1950, unos 900 soldados norcoreanos quedaron aislados y se refugiaron en el monte Gayasan y los alrededores del templo Haeinsa. Fue entonces que la fuerza aérea norteamericana ordenó un ataque aéreo final para destruirlos: pero el comandante Kim Yeong-hwan se atrevió a desobedecer e impartió a su grupo la orden de retroceder cuando vio que sus aviones se encontraban sobre el Salón de la Gran Tranquilidad, el principal hall de Buda de Haeinsa. Kim sería sometido a una investigación por su desacato, pero no dudó en explicar con firmeza que no había podido soportar la idea de destruir los bloques de la Tripitaka Coreana, un auténtico tesoro nacional, con el único objetivo de matar soldados norcoreanos. Su arriesgada y a la vez rápida decisión salvó a la biblioteca, que con la llegada del siglo XXI fue incluida por la Unesco entre los Patrimonios de la Humanidad.
LA PERFECCIÓN La colección de tablas no solo asombra por el número de ideogramas, sino también por una perfección que impide encontrar fallas o caracteres faltantes a lo largo de decenas de miles de ideogramas. Para Chusa Kim Jeonghui, uno de los cuatro Grandes Calígrafos de la Dinastía Joseon, no podía haber sido obra de un simple ser humano: “Un hombre no grabó estos caracteres, tiene que haber sido un ser sobrenatural”. A simple vista, el ojo inexperto nunca podría diferenciarlas: son todas rigurosamente iguales, de 24 por 70 centímetros, con un espesor que oscila entre los 2,6 y los 4 centímetros, y un paso que alcanza los tres o cuatro kilos. Cada bloque tiene 23 columnas por lado, con 14 caracteres por columna, y caracteres de 1,5 centímetros cuadrados de superficie. Todo regular, todo impecable, en una casi infinita sucesión que conforma en su conjunto una auténtica “enciclopedia budista” que compila los discursos de Buda, las reglas monásticas y las regulaciones para los monjes. Su peso total se estima en las 280 toneladas. En hilera, se extiende a lo largo de 60 kilómetros y apilada alcanza los 3200 metros de altura, superando por unos 500 metros al monte Paektu, la montaña más alta de la península coreana. Cada una de las tablillas que forman esta virtual montaña fue tallada en madera de abedul procedente de las islas del sur de Corea, cuidadosamente preparadas: primero se las sumergió tres años en agua marina, después de lo cual se las cortó e hirvió en agua salada. Siguieron tres años de exposición al viento: y ahora sí, ya sobrevivientes a todas las inclemencias y variaciones del clima, se dispusieron a enfrentar los siglos enmarcadas en metal, grabadas y bañadas en una capa de un producto tóxico que mantuviera definitivamente alejados a los insectos.
Sin embargo, a la Tripitaka Coreana le toca ahora enfrentar una fase crítica de su conservación. Supervivientes durante varios siglos, lo cierto es que la expectativa de vida de sus tablas no es infinita; además, el archivo está expuesto al desgaste que significan las visitas turísticas o riesgos como el del fuego. Por eso los responsables de Haeinsa y el patrimonio cultural coreano tomaron dos decisiones: por un lado, se limitaron los horarios de apertura de la biblioteca al público; por otro se comenzó un cuidadoso proceso de digitalización. En 2011 se organizó por primera vez un festival temático dedicado al intercambio cultural; y ese mismo año se fundó el Instituto de la Tripitaka Coreana, con el objetivo de mantener e investigar los bloques de escritura en el archivo que los contiene: en este marco se generó el programa “una persona – una tableta”, una suerte de padrinazgo dedicado a la investigación científica y al mantenimiento de cada uno de los volúmenes guardados en el templo. En sus próximos 800 años de historia, la colección de sabiduría budista se enfrenta entonces al desafío de perdurar con igual integridad que en los primeros 800; solo generaciones muy distantes de las actuales podrán mirar hacia atrás y decir si la Tripitaka Coreana pudo hacerlo de nuevo.
Fuente: https://www.pagina12.com.ar/19424-corea-del-sur-el-paraiso-en-una-biblioteca
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