sábado, 15 de agosto de 2015

La Lima subterránea: la ciudad de los muertos


La Lima virreinal no es solo la ciudad de los templos barrocos, de los monasterios o de las casonas con balcones de cajón; hay también una Lima oculta, subterránea y poco conocida. Es la ciudad de los muertos, de los cementerios y de los pasajes o galerías por debajo de las pistas o veredas por las que hoy transitamos. Es una urbe casi desconocida, a la que la arqueología no le ha prestado mucha atención. Sin embargo, en los últimos años, parte de esa Lima sumergida está siendo descubierta. A veces por casualidad, debido a obras de carácter urbano, o por la curiosidad de arqueólogos e historiadores.
Vayamos, primero, a una información que apareció en un periódico local hace casi 80 años: “Hilario Cano tuvo un día la ocurrencia de bajar a un hoyo en medio del patio de la actual bomba, al que nadie del regimiento había entrado. Perdió el miedo y bajó, hallando una galería, cuyos muros y el piso eran de ladrillos grandes, teniendo el conjunto de un aspecto tétrico. Caminó por dicha galería hasta notar que el piso iba en declive y luego volvía a tomar su nivel inicial. Pero, como sintiera una racha de aire fuerte y nada podía ver debido a la oscuridad, se asustó y corrió hacia la salida, poniendo en conocimiento de su primer comandante lo que había observado. Cuando pasaron los minutos, Cano tuvo una hemorragia nasal que lo envió al hospital por un rato” (El Comercio, 19 de Julio de 1934).
Estas historias de galerías subterráneas en nuestra ciudad son muy antiguas. Al parecer, existen muchas construcciones bajo tierra, ya sea por motivos religiosos, militares o de defensa. En suma, según el imaginario popular, el centro de Lima está conectado por túneles o pasajes subterráneos, similares a los que construyeron los mineros para la famosa operación de rescate “Chavín de Huántar”.
Durante los años virreinales, alguien llamó a Lima “la ciudad convento”, no solo por la gran devoción de los limeños sino por la gran cantidad de iglesias, conventos y monasterios que albergaba la Ciudad de los Reyes. Cada congregación edificaba su templo, de allí la gran cantidad de iglesias que vemos hoy en la parte antigua de nuestra capital. Para algunos, aunque hoy varias de las construcciones religiosas de la colonia han sido reemplazadas por edificios o derruidas para abrir plazas o avenidas, es posible que todo lo que estaba debajo, todavía siga allí. Y no estamos hablando solo de los cementerios en las iglesias, las famosas catacumbas, como las de San Francisco, los Huérfanos o Santa Ana, sino por otro tipo de construcciones.
Cuenta Ricardo Palma en su tradición La casa de Pilatos que, en 1635, “un cierto mozo truhán que llevaba alcoholizados los aposentos de la cabeza” entró a la casona referida como la casa de Pilatos (hoy sede del Tribunal Constitucional) y sintió el murmullo de gente, confiando encontrar alguna jarana. “Vio sentado a uno de los hombres más acaudalados de la ciudad, el portugués Don Manuel Bautista Pérez, y hasta cien compatriotas de este escuchando con reverente silencio el discurso que les dirigía Pérez.Había un crucifijo tamaño natural. Cuando terminó el discurso, todos le dieron un ramalazo al Cristo crucificado. Pérez, como Pilatos, autorizaba con su impasible presencia el escarnecedor castigo. El espía no quiso ver más profanaciones, escapó como pudo y fue con el chisme a la Inquisición, que pocas horas después echó zarpa encima a más de cien judíos portugueses”, relata Palma. Cuenta la tradición que esta mansión (propiedad de la familia Esquivel y Jarava) tuvo un pasaje subterráneo que alcanzaba las 6 cuadras de longitud y se comunicaba con la iglesia de San Pedro, que pertenecía a los jesuitas.
Pero no todas las galerías bajo tierra se hacían por factores religiosos. Estaban también los pasajes que comunicaban un lugar con otro, como los caminos que unían tanto las casas coloniales (con el respectivo acuerdo entre los propietarios) como Palacio de Gobierno donde existe un pasaje que tenía como único fin las comunicaciones. Estos caminos subsisten en nuestro suelo, pero, al no haber mucha arqueología colonial, el tema pasa desapercibido. También está el tema de la seguridad. Muchos de estos túneles eran, y siguen siendo, considerados secretos militares. Muchos son clasificados como comunicaciones cerradas, oficiales. También existe el mito de la existencia de tesoros bajo el suelo del centro de Lima: como en la Colonia no había bancos, tanto la población civil como las órdenes religiosas, que vivían en constante alerta por algún ataque de los piratas, decidió depositar sus riquezas bajo tierra y ocultar su fortuna. No son pocas las historias de los que, con la esperanza de encontrar fortuna, se han pusieron a excavar en el centro de nuestra capital.
En suma, existe la curiosidad de saber, por ejemplo, que si caminamos por la Plaza San Martín o la Plaza de Armas, existen caminos paralelos varios metros abajo. Si los hay, la gran mayoría de estos continúan siendo secretos, por motivos de seguridad.
LIMA, CIUDAD DE LOS MUERTOS.- En la Lima colonial, según la ideología del barroco, la mayoría de sus habitantes pensaba que las procesiones y los entierros en o cerca de de las iglesias eran un momento clave en el cual las almas eran liberadas del Purgatorio. A otro nivel, más socio-económico, según Adam Warren, los comerciantes y los hacendados veían en el elaborado rito barroco de los cortejos fúnebres, en su ubicación privilegiada dentro de las iglesias y en las capellanías representaciones simbólicas de su posición dentro del orden de la sociedad colonial. Por ello, desde la segunda mitad del siglo XVI, se excavaron bóvedas de sepulcros bajo el pavimento de casi todas las iglesias limeñas. Algunas de estas tumbas pertenecían a los patronos o benefactores de las capillas, pero la mayor parte de las criptas, como lo anota el padre Antonio San Cristóbal, eran colectivas, ya sea de comunidades, cofradías o hermandades.
Sin embargo, a partir de la década de 1770, médicos, filósofos y funcionarios públicos, tributarios de las nuevas ideas de la Ilustración, buscaron reformar este sistema de entierros para prevenir las enfermedades. Esta campaña de reforma alcanzó gran resonancia debido, además, a una serie de epidemias que afectaron Lima a finales del siglo XVIII. Los expertos sostenían que la reforma en los cementerios y la separación de los vivos de los muertos solucionarían los graves problemas de salud que afectaban a la capital del Virreinato. Decían que la gran causa de las epidemias eran los aires pestilentes que emanaban de los cuerpos en descomposición enterrados en las iglesias, de los cadáveres que eran llevados en las elaboradas procesiones fúnebres y de los desperdicios estancados en las calles angostas y en las viejas acequias, todo lo cual quedaba atrapado en los cielos nublados de la ciudad. En efecto, el clima húmedo de Lima, su ubicación geográfica al pie de los andes, sus barrios hacinados y las prácticas funerarias de su población causaban y diseminaban las enfermedades. En tal sentido, la apertura del Cementerio General, en 1808, en las afueras de Lima, buscó eliminar aquellos ritos y costumbres “impropias” y “extravagantes”. Además, como dice Warren, buscó reemplazar las manifestaciones externas y públicas de piedad por otras de carácter interna y contemplativa. Como es natural, los limeños se negaron a aceptar estas nuevas nociones de piedad y pasarán muchos años, a lo largo del XIX, para que se generalice la aceptación de los entierros en los nuevos cementerios.
Las catacumbas de San Francisco.- Son las más famosas y visitadas por limeños y turistas. A diferencia de las demás, conforman un vasto laberinto unificado de salones, capillas, departamentos, corredores y osarios. La construcción o el diseño de estas catacumbas fueron paralelos al avance de la iglesia. Hasta 1650, las bóvedas sepulcrales fueron como las de las otras iglesias, es decir, eran independientes e incomunicadas; estaban localizadas bajo las naves laterales, ocupadas entonces por capillas cerradas, propiedad de patrones y cofradías. Por ejemplo, la poderosa Cofradía de los vascos, bajo la advocación de Nuestra Señora de Aránzazu, compró dos capillas en la iglesia franciscana; otras capillas eran propiedad de la cofradía de los Reyes de los morenos o de la cofradía de La Concepción.
Cuando se inició la construcción de la nueva iglesia, en 1656, se reestructuraron todas las bóvedas sepulcrales. Como anota el padre San Cristóbal: “Para abrir los cimientos de los grandes pilares de la iglesia, excavaron todo el sector central del crucero y de la nave central. Allí fabricaron el ancho sector plano sobre pilares bajo el centro del crucero y de la nave central. Pero, además, aprovecharon la ocasión de comunicarlas entre sí y con las nuevas, abriendo puertas y pasadizos en los muros primitivos. Es muy difícil identificar actualmente los lugares por donde se rompieron los muros para interconectar todos los enterramientos particulares con los nuevos”. Como vemos, las nuevas obras “desprivatizaron” los enterramientos. Con el establecimiento de la planta basilical, obra del alarife Manuel de Escobar, los propietarios de las capillas perdieron el dominio sobre tales sectores, que se abrieron al tránsito público. Cabe destacar que después de culminada la nueva iglesia, en 1672, no se abrieron nuevas bóvedas sepulcrales. Además, no hubiera sido posible, ya que el subsuelo de San Francisco quedó totalmente ocupado por el sistema de gran laberinto unificado que integró los enterramientos anteriores a 1656 y los que se conformaron durante la construcción del nuevo templo.
Hoy las catacumbas son un Museo. Se calcula que hay unas 25 mil personas enterradas allí. En 1947, sus galerías y pasajes, que estaban tapiados fueron abiertas para efectuar trabajos de excavación, limpieza e instalaciones de luz. Tres años después, en 1950, las catacumbas quedaron abiertas al público. Solo nos quedaría lamentar que esta verdadera “ciudad de los muertos” no estuviera abierta en los tiempos de don Ricardo Palma pues, de hecho, algunas de sus tradiciones se habrían alimentado de sus historias y hoy tendríamos una leyenda más poética sobre este museo, casi único en América.
Las bóvedas de la iglesia de Los Huérfanos.- Ubicada entre la séptima cuadra del jirón Azángaro y la cuarta cuadra del jirón Apurímac (antiguas calles de Huérfanos y Chacarilla de San Bernardo), la historia de esta iglesia es casi desconocida para los limeños. Su nombre original fue Parroquia del Hospicio de Niños Huérfanos de Nuestra Señora de Atocha, pues se construyó al lado del primer centro de asistencia a la niñez desvalida en América del Sur. El templo fue levantado, en 1603, por Luis de Ojeda “El Pecador”, quien, según narra Ricardo Palma, recorría la ciudad cargando dos huérfanos en brazos en busca de compasión y limosnas para mantener el hogar de estos niños expósitos. Sin embargo, el terremoto de 1687 destruyó la iglesia. Costo mucho reconstruirla y, cuando estaba ya casi lista para su inauguración, otro terremoto, el de 1746, la destruyó nuevamente. Fue levantada nuevamente, en 20 años, bajo los cánones del rococó y del neoclásico, imperantes a finales del XVIII, y la novedad fue su planta de forma elíptica, única en la América del Sur hispana. Según Jorge Bernales Ballesteros, “A la iglesia se le puso bajo la advocación del Corazón de Jesús, y funcionó como Vice-Parroquia de la Catedral, pero su denominación fue refutada en 1790 por el Fiscal del Consejo de indias, pues estaba en contra de lo recomendado por la Sagrada Congregación de ritos de que no se diese adoración separada al Corazón de Jesús; el nombre prevaleció de forma oficial, aunque popularmente continuó siendo la iglesia de los huérfanos, nombre con el cual ha llegado hasta nuestros días”.
Sin embargo, lo que más nos interesa por nuestro tema es que la iglesia, al haber pertenecido a la Casa de los Huérfanos, el papa Paulo V le concedió el privilegio de poder enterrar a los párvulos en su recinto. Asimismo, como ocurría con los cementerios de las otras iglesias de Lima, diversas cofradías aportaron dinero para ser enterrados en este recinto, como Santísimo sacramento, Nuestra Señora de la Regla, Nuestro Amo Sacramentado, Bautismo de San Juan, Santa Catalina de Siena o Nuestra Señora de Amparo, entre otras. Como es de suponer, en sus bóvedas está enterrado Luis el Pecador, fundador de toda la obra.
Como anotan en su trabajo los arqueólogos e historiadores Antonio Coello y Richard Chuhue, actualmente, debajo de la iglesia, todavía puede verse la gran bóveda sepulcral, a la que se ingresa por una escalera que desciende desde la nave central del templo. Una vez que se accede a este nivel, se observa un gran recinto de planta rectangular, que se extiende por debajo de la nave central. Hacia el fondo de este ambiente, hay un muro enorme donde hay varios nichos, algunos sellados, en los que se puede leer claramente los nombres de las personas enterradas. También hay otros nichos que no se han conservado muy bien debido al tiempo y al saqueo de personas inescrupulosas en su afán de buscar tesoros coloniales que, además, han alterado el orden de las osamentas. De otro lado, al centro de esta área hay una enorme fosa que, según los sacerdotes, sería el osario de los niños huérfanos; otra versión, dada por el padre San Cristóbal, apunta a que tuvo un objetivo antisísmico: el hoyo captaría los movimientos telúricos creando, al interior del pozo, una caja de resonancia desde donde no saldrían las ondas expansivas de cualquier movimiento telúrico. Hacia el lado izquierdo, hay un muro central, donde también hay nichos y un par de pequeños ventiladores que dan al jirón Azángaro (para las personas que transitan por allí, pasan desapercibidos); las ventanas son rectangulares y están protegidas por barrotes de fierro. Es por aquí que ingresa la luz solar, pero muy escasa, lo que convierte al recinto en un lugar muy oscuro, lúgubre, casi tenebroso. El visitante necesita luz artificial para conocer estas catacumbas.
Las catacumbas de la parroquia de Santa Ana.- Los antecedentes de esta parroquia se remontan a 1553, cuando el arzobispo fray Jerónimo de Loayza fundó el Hospital de Santa Ana, solo para indios. Tuvo dos salas, una larga y grande para hombres, y otra aparte para las mujeres; estaban totalmente separadas. Después, el mismo Loayza, añadió dos salas más, con lo cual se formaron los cruceros. Según Jorge Bernales Ballesteros, las salas de los hombres estaban cubiertas con esteras; eran tan anchas que tenían, al medio, pilares para sostener las vigas. La iglesia, que estaba aislada, se convirtió en parroquia; se le hizo capilla mayor de bóveda y dos capillas más, una para Sagrario y otra para Bautisterio. Esta iglesia sirvió hasta muy entrado el siglo XVII, pues solo se le añadieron un campanario y portada nueva. La iglesia que vemos hoy ha experimentado muchas modificaciones, y presenta una fachada simple, de estilo neoclásico.
Respecto a nuestra investigación, recientes trabajos arqueológicos nos han revelado la existencia de varias criptas en esta parroquia. Se trata de muros de ladrillo sobre cimientos de cantos rodados y argamasa de calicanto, con gran cantidad de osamentas, asociadas a grumos de cal y ladrillo. En efecto, se trata de catacumbas, que habían estado con sus accesos bloqueados. Sabemos que, en octubre de 2008, hubo una incursión arqueológica. Según el informe, la cripta es grande, muy larga y oscura; con dirección hacia el altar, hay una pared tapiada. Se encontró muchos cadáveres, esqueletos enteros y huesos amontonados de gente del pueblo, básicamente indios y algunos negros y mestizos. Mide unos 30 metros para el lado de la puerta y unos 20 metros a la dirección del altar. Es un lugar frío, oscuro y maloliente. Hay varios ambientes; en uno de ellos, el número de cadáveres puede ser entre 1500 y 1800, todos en posición decúbito dorsal y en su posición original; incluso hay un niño de pocos meses de haber nacido. La cantidad de restos humanos es abundante y están esparcidos por todos los rincones de los ambientes. Al parecer, las criptas fueron clausuradas a finales del siglo XVIII. En suma, en el espacio que ocupa la iglesia de Santa Ana se realizaron enormes perforaciones para construir las estructuras de las criptas como era costumbre en la construcción de los templos. De acuerdo a los datos históricos y las evidencias halladas, en las excavaciones no se han hallado restos prehispánicos no obstante que este lugar estaba ligado a la gran huaca de Jerónimo de Silva.
El Real Hospital de San Andrés.- Fue el primer hospital de Lima, creado en 1538 (tres años después de la fundación de la ciudad), dedicado exclusivamente a los enfermos españoles. Sin embargo, su fama radica en que fue, probablemente, el lugar donde se enterraron a las momias de algunos incas del Tawantinsuyo, según testimonios no solo de cronistas del siglo XVI sino también por algunos historiadores, como Polo, Odriozola, Riva Agüero, Loredo y Rostworowski. Este hospital, del que queda su iglesia, el claustro mayor, el patio menor (también conocido como “Patio de locos” o “Loquería San Andrés”) y un par de salas originales fue dividido luego en dos partes: el hospitl propiamente dicho y el anfiteatro Anatómico, fundado por el virrey Gil de Taboada y Lemos en 1792. Recordemos que en este Anfiteatro se iniciaron los primeros estudios de anatomía hasta que, en 1811, por influencia del médico y científico Hipólito Unanue, se creó el Colegio de Medicina de San Fernando (luego llamado Colegio de la Independencia, aunque siempre dedicado a la formación de galenos). El Colegio de San Fernando seguiría funcionando junto al Hospital de San Andrés, pero, mientras el hospital languidecía (viejo y descuidado, cerró en 1821, cuando sus enfermos pasan al Hospital de San Bartolomé; reabrió en 1835), el Colegio de la Independencia se convertiría en la Facultad de Medicina de Lima, entre 1855 y 1856; por sus aulas pasarían Casimiro Ulloa, Cayetano Heredia y Daniel A. Carrión, entre otros.
¿A qué viene esta historia? Resulta que, el año 2005, un equipo de excavación, dirigido por los arqueólogos Brian Bauer y Antonio Coello, incursionó en el antiguo Hospital de San Andrés. Concretamente, las obras se realizaron al interior de una bóveda de cañón corrido, completamente enterrada, en la que se encontraron huesos humanos, como extremidades y cráneos con cortes o perforaciones que, seguramente, sirvieron para las clases de medicina en el siglo XIX. La pregunta es ¿cómo llegaron estas osamentas? Se sabe que en el siglo XIX la Facultad de Medicina pidió permiso especial a la Beneficencia Pública para que los estudiantes pudieran ingresar al Cementerio General (hoy “Matías maestro”) para extraer de la fosa común cuerpos de personas que no eran reclamadas por sus familiares para darles sepultura deseada. Estos cuerpos, luego de ser estudiados, eran seccionados, fraccionados y hasta pintados para diferenciarlos; a otros se les aplicaba metales a manera de grapas para luego ser armados y exhibidos como un cuerpo entero.
La bóveda que excavó este grupo de investigación colinda por el Oeste con el claustro mayor de San Andrés y hacia el Norte con la cuadra 7 del jirón Huallaga. Cuando ingresaron los arqueólogos, era un patio donde se guardaban autos decomisados por la Comisaría de San Andrés. Los huesos humanos correspondían a hombres, de condición muy pobre, de escasos recursos, sin familiares que los reclamen (como los cuerpos que hasta hoy usan los estudiantes de Medicina). En suma, los huesos estuvieron dedicados a las investigaciones teórico-prácticas realizadas en el antiguo Hospital de San Andrés y que, luego de ser estudiados, fueron arrojados a esta bóveda, convirtiéndola en un gran osario.

Fuente: http://blog.pucp.edu.pe/blog/juanluisorrego/2011/04/30/la-lima-subterranea-la-ciudad-de-los-muertos/

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